As an alum of the oldest school of its kind, I had the honor of being the keynote speaker for the 100th anniversary of the first class of Telecommunications Engineers in Spain. The field, which is very similar to what we know in the United States as electrical and computer engineering, has played a pivotal role in driving progress around the world, connecting us, enabling economic opportunity, and, very importantly, preparing us to deal with the global pandemic. Interestingly, 100 years ago, when the first Spanish telecom. engineers received their degrees, the world was also fighting a deadly pandemic. The differences between then and now are striking and can only be explained by the development of information and communication technology. Even after the pandemic is under control, we continue to face global, existential threats, and we must accept the challenge of leveraging technology to deal with them successfully.
The full text of my remarks, in Spanish, follow:
Enhorabuena a todos en esta celebración tan especial de los primeros 100 años de una profesión que ha demostrado ser vital para la sociedad y que sin duda va a seguir siéndolo. Mil gracias al Colegio por su amable invitación, y a Félix Pérez, por todo lo que ha hecho en su carrera para avanzar la formación de ingenieros de telecomunicación y el ejercicio de su profesión. Me siento de verdad honrado por esta oportunidad.
No sé si por mera casualidad histórica o divina providencia, hace 100 años, cuando la primera promoción de ingenieros de telecomunicación españoles estaba a punto de graduarse, el mundo estaba saliendo también de una terrible pandemia global: la mal llamada gripe española, que, según parece, no surgió en Albacete ni en Bilbao, sino quizás en Kansas.
Hay muchos parecidos entre aquella pandemia y la de ahora. En mi universidad, Georgia Tech, tenemos fotografías de un partido de fútbol americano en 1918 con las gradas llenas de gente con mascarilla que el periódico local describía como una multitud de bandidos. Muchos eventos de todo tipo se cancelaron ese año. La gente que pudo se aisló en casa o en el campo. Muchos negocios tuvieron que cerrar y las disputas sobre cómo frenar el contagio fueron tan intensas como las de ahora.
También resultó, por cierto, que cuando pasó el temporal, la gente se desató, dando lugar a una época de desenfreno que se vino a conocer como los locos años 20, y que a decir por lo que estamos viendo, ¡parece estar a punto de repetirse!
Sin embargo, hay una gran diferencia entre ambas pandemias. La gripe del 1918 se estima que costó la vida a entre 20 y 100 millones de personas en todo el mundo, aproximadamente un 3% de la población mundial, o el equivalente a la población de Francia o Estados Unidos y más que las víctimas de la Primera Guerra Mundial.
El Covid ha costado la vida de momento a 3 millones y medio de personas en todo el mundo. Incluso si la cifra real final terminase siendo el doble, el coronavirus habría costado la vida a un 0.1% de la población mundial. Obviamente, son números dramáticos y los efectos en muchas familias, desoladores. Pero, en perspectiva, la gripe del 1918 fue unas 30 veces más letal que el Covid.
¿Cómo se explica esta diferencia?
Obviamente son enfermedades diferentes, con tasas de contagio y sintomatologías diferentes. Pero la diferencia fundamental son décadas investigación y desarrollo en biotecnología y en tecnologías de la información.
En diciembre de 2019, las autoridades chinas confirmaron los primeros casos de Covid-19 en Wuhan. En enero de 2020 el virus causante de la enfermedad, el SARS-CoV-2 había sido aislado y su código genético publicado en Internet.
A partir de esa secuencia, empieza la carrera vertiginosa para conseguir soluciones. Análisis precisos para detectar el virus con máquinas PCR, vacunas genéticas, y nuevas terapias.
Por ejemplo, durante julio y agosto de 2020, mis colegas en Georgia Tech desarrollaron nuestro propio test PCR basado en saliva, con un sistema de doble muestreo que nos ha permitido recoger y analizar casi 330,000 muestras entre estudiantes, profesores y empleados. Gracias a nuestros tests semanales de vigilancia, y el sistema de información que creamos para procesar los datos, conseguimos abrir las puertas de la universidad a finales de agosto y mantener la actividad investigadora y docente ininterrumpida desde entonces.
En abril de 2020, como sabemos, BioNTech comenzó las pruebas clínicas de una nueva vacuna revolucionaria. En diciembre, tan solo un año después del descubrimiento de la nueva enfermedad, la vacuna recibió autorización de emergencia en Estados Unidos y Europa. A día de hoy, nuestra universidad a administrado más de 30,000 dosis de esa vacuna a nuestra comunidad. En Estados Unidos casi la mitad de la población ha recibido alguna vacuna y más de la tercera parte ha recibido las dosis completas.
Ya sé que en España los datos son de momento un poco más bajos, pero en cuestión de semanas, serán parecidos.
Lo que se ha conseguido es sencillamente asombroso. Jamás se había desarrollado, analizado, producido y distribuido una vacuna a esta velocidad. Nunca. Y menos con una tecnología nueva como el ARN Mensajero. Nunca.
Este logro, sin embargo, no surge de la noche a la mañana. Como decía el humorista americano Eddie Cantor, lleva unos 20 años el tener éxito de la noche a la mañana. 20 años, y miles de millones de inversión en ciencia y tecnología, y generaciones de científicos e ingenieros.
Hay otra gran diferencia entre la pandemia de hoy y la de hace 100 años.
En 1918 no teníamos Internet, ni ordenadores personales, ni cámaras de video, ni cables submarinos, ni satélites, ni redes de telefonía celular ni fibra óptica en nuestras casas.
Sé que está de moda quejarse del Zoom, el Teams, o el Webex. En Estados Unidos se habla mucho de la fatiga Zoom, que yo creo que en español se podría decir más bien estar Zoom-bado (¡término acuñado hoy mismo!). Pero seamos honestos. Gracias a estas herramientas hemos podido seguir en contacto con nuestros seres queridos. Hemos seguido enseñando y aprendiendo. Disfrutando de la música y el cine. Muchos de nosotros hemos seguido trabajando, salvando empleos y manteniendo grandes sectores de la economía activos.
Yo no he podido ver a mis padres desde hace casi dos años, pero todas las semanas hablamos y nos vemos. Unas veces yo les enseño nuestro campus en Atlanta. Otras veces ellos me enseñan sus paseos matutinos por el Barranco del Río Dulce en Guadalajara. He visto a mis sobrinas crecer. He mantenido amistades y restablecido algunas perdidas.
Durante los meses más oscuros de la pandemia, conseguimos seguir tirando hacia adelante en la universidad gracias a estas herramientas. A diferencia de hace 100 años, nuestro equipo de fútbol americano pudo jugar sin arriesgarse a contraer la enfermedad porque analizábamos a cada jugador dos o tres veces por semana. Y aunque tuvimos que limitar el número de espectadores en el estadio, nuestros fans pudieron disfrutar de su equipo favorito a través de streaming.
Hoy mismo, os hablo desde Adairsville, un pueblo remoto en las montañas del norte de Georgia, del que seguramente nadie de vosotros habrá oído hablar. Pensemos en esto por un momento: un grupo de profesionales distribuidos por toda la geografía española, sentados en sus casas o sus oficinas, está participando en un evento, escuchando y viendo a un tipo en medio del campo en otro continente, sin apenas esfuerzo ni coste para ninguno.
La vida durante la pandemia a seguido adelante gracias a cien años de trabajo de ingenieros de telecomunicación en todo el mundo. Sin ese trabajo, este túnel oscuro, largo y penoso que hemos vivido este año y cuya salida empezamos a vislumbrar, habría costado muchas más vidas, más empleos y más amargura.
Ahí está la clave de nuestra profesión.
No nos hemos pasado cien años tendiendo cables y enlaces de radiocomunicación, comprimiendo transistores en circuitos cada vez más pequeños y potentes, programando protocolos y aplicaciones cada vez más sofisticadas porque sí. Lo hemos hecho para contribuir a una sociedad más próspera y justa, para conectar a las personas, para difundir información y educación y para, cuando fue necesario, salvarnos de una amenaza global a nuestra salud y a nuestra economía.
La finalidad última de lo que hacemos no es la tecnología en sí misma, sino la mejora de la condición humana. No es sólo el progreso lo que debe movernos, sino el progreso al servicio de la humanidad.
El lema de la Universidad Politécnica de Madrid, donde tengo el orgullo de haberme formado como ingeniero de telecomunicación, es “Technica Impendi Nationi” que viene a significar en latín moderno, “La Tecnología al servicio de la nación.”
Sin duda nuestra profesión ha contribuido de innumerables formas al progreso de España. Y lo seguirá haciendo, porque la competitividad de la economía cada vez va a venir más ligada a nuestra capacidad de innovar y de utilizar la información de manera inteligente. Las multinacionales españolas más exitosas—Telefónica, los bancos, Inditex, las energéticas—lo han sido por haber sabido incorporar las tecnologías de la información para crecer, ofrecer mejores servicios y mejorar la productividad. Los gobiernos también han aprendido a ofrecer mejores servicios de salud, de seguridad social, de trámites administrativos, gracias a las tecnologías que generaciones de ingenieros de telecomunicación han sabido desplegar.
Hace 100 años, el español medio era pobre y moría joven. Nuestra renta per cápita era de unos 3,000 euros de hoy por año y tenía una esperanza de vida de menos de 44 años. Hoy, el español medio es 10 veces más rico y vive con una salud envidiable hasta los 83 años, entre las esperanzas de vida más altas del mundo. La tecnología ha sido fundamental en ese progreso.
Pero nuestro cometido ha de ir aún más allá del Technica Impendi Nationi. Del servicio a la nación. Hay que aceptar un objetivo aún más importante: Techica Impendi Homini. La tecnología al servicio de las personas.
El reto de los próximos 100 años para nuestra profesión es saber entender y anticipar los grandes desafíos a los que nos enfrentamos y ser capaces de desarrollar soluciones para atacarlos. La pandemia puede estar llegando a su fin (¡esperemos!), pero los grandes desafíos que ponen en vida nuestra calidad de vida e incluso nuestra supervivencia en nuestro planeta, no han terminado.
Hace 100 años éramos menos de dos mil millones de humanos en nuestro planeta. La mitad de nuestros ancestros vivían con el equivalente de un euro y medio diarios o menos, es decir en pobreza extrema. Hoy somos casi ocho mil millones y solo la décima parte vive en pobreza extrema. Hace 100 años el humano medio no pasaba de los 33 años. Hoy llega a los 71.
La ingenuidad humana, la tecnología, la innovación, y el comercio global han sido claves en este milagro de progreso sin precedentes. Hoy lanzamos menos guerras que nunca y hemos sido capaces de reducir la violencia cotidiana, de crear gobiernos e instituciones políticas razonablemente operativas, de garantizar derechos y libertades básicas han creado el caldo de cultivo para ese progreso.
Pero ese progreso ha creado nuevos desafíos y riesgos existenciales. Son seis mil millones más de bocas que alimentar, niños y niñas que educar, enfermedades que curar, casas que construir, kilómetros que transitar. Y este progreso está exprimiendo nuestro planeta a niveles peligrosos. Nos estamos cargando ecosistemas enteros, llevando miles de especies naturales a la extinción. Y estamos calentando nuestro planeta a niveles que seguramente van a trastocar el mundo como lo conocemos. La idea de que, llegado el caso, nos podemos ir a destrozar otro planeta en un cohete de Elon Musk es absurda. No hay planeta B. Solo tenemos un hogar y más vale que lo cuidemos.
En 2015, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó una lista de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que definen nuestras prioridades como especie para los próximos 15 años. Los objetivos van desde eliminar la pobreza y el hambre, hasta proporcionar educación, sanidad y agua potable a toda la humanidad, desarrollar fuentes de energía renovable, frenar el cambio climático o proteger la biodiversidad, entre otros.
Estos objetivos no son una carta a los Reyes Magos, sino prioridades esenciales para construir un mundo justo y viable a largo plazo. Y deben ser la motivación para el progreso en las próximas décadas en comunidades como la de los ingenieros de teleco y las empresas y organizaciones a las que servimos.
Esto va a requerir ciertos cambios en cómo formamos a los ingenieros de los próximos 100 años y como nos planteamos nuestra profesión. Aquí van algunas ideas.
Para empezar, hay que tratar de mejorar la representación de mujeres y otras minorías en este cuerpo profesional. Esta profesión no puede ser solo de hombres. Sin la participación igualitaria de las mujeres, estaremos abocados a no resolver los problemas de todos. Tenemos también que atraer a minorías étnicas. Para producir soluciones para los problemas de todos tenemos que ampliar la diversidad de perspectivas en nuestra profesión.
Segundo, hay que ampliar las vistas de los nuevos ingenieros. Acompañar los estudios técnicos con materias humanistas y de ciencias sociales que ayuden a los futuros ingenieros a pensar de manera crítica, a entender la implicaciones filosóficas, sociales, políticas y económicas de las tecnologías. Los grandes desafíos de Facebook o Twitter hoy no son tecnológicos sino morales. El mayor “influencer” cultural mundial hoy es Netflix, una empresa tecnológica de California. ¿Todo esto qué significa? ¿A dónde nos lleva?
Tercero, tenemos que desarrollar no ya la Internet de las cosas, sino la Internet de las cosas importantes. No hemos trabajado 100 años en esto para poder encargar papel higiénico apretando un botón en el baño cuando se acaba. La cuestión es cómo captar, transmitir y procesar datos vitales para nuestro futuro. Cómo utilizar la inteligencia artificial y el aprendizaje máquina para entender mejor y dar la vuelta al cambio climático, la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. Cómo mejorar el uso de los recursos naturales. Combatir la pobreza y el hambre. Conectar a la humanidad para hacerla más pacífica e ilustrada, no para embrutecerla o polarizarla.
Tenemos que preparar a los nuevos ingenieros a que colaboren con otras disciplinas, otras culturas y otras naciones. Hay que buscar los puntos de contacto entre las tecnologías de la información y las humanidades, el periodismo, la filosofía, la psicología, el arte, la historia, la economía, el derecho, la política, la ciencia.
Hay que ayudar a que los nuevos ingenieros desarrollen una mentalidad global. A que hablen inglés, chino y árabe. A que viajen bien y sean capaces de colaborar con individuos y organizaciones de otros lugares. Hay que enviar a muchos más de los nuestros a estudiar fuera y extender la alfombra roja para que vengan a España muchos de otros países.
Por último, tenemos que comprometernos a que todo el mundo tenga acceso a la tecnología. Que la tecnología sea la marea que eleva todos los barcos y no un privilegio para las élites. Seguir bajando costes y que el acceso a Internet sea un derecho básico.
Si los primeros 100 años son ilustrativos de lo que viene, no tengo duda que lo conseguiremos. Pero hay que empezar ya a tomar decisiones, a ser intencionales y estratégicos sobre como pensamos en esta profesión y como la adaptamos.
El senador Patrick Moynihan de Nueva York decía que construir una gran ciudad es fácil. Solo hay que crear una gran universidad y esperar 200 años. En efecto, para construir una gran sociedad hay que plantar las semillas del conocimiento y la innovación y darle tiempo que se desarrollen. Eso hemos hecho en esta profesión y eso tenemos que seguir trabajando.
Felicidades por los primeros 100 años y a trabajar en los siguientes. En progreso y en servicio a la sociedad. Muchas gracias.